Los Zapatos de Ninguna Parte

CAPÍTULO 1


Tiburcio llevaba una semana
buscando desesperado una
zapatería. No es que faltasen
zapaterías en la ciudad, pero las que
habían no tenían calzado para
él. En unas era muy caros, en
otra demasiado baratos y no se
fi aba. En unas eran demasiado estrechos
y le hacían daño, en otras no tenían de su medida.
En unas tenían zapatos puntiagudos que no le gustaban, en otras
eran tan chatos que le hacían daño en el dedo gordo.
Tenía libre aquella tarde y decidió buscarlos por toda la ciudad,
hasta los barrios más lejanos. Tenía piernas fuertes y caminó,
caminó, deteniéndose en toda tienda que parecía vender zapatos.
Hasta entró en una llamada “Al paso, al trote, al galope”.
Preguntó si para dar pasos tendrían... Le respondieron que sólo
tenían herraduras. Entonces se dio cuenta de que en esa tienda
sólo había sillas de montar, estribos, riendas y todo tipo de
herraduras a gusto de los caballos y de sus dueños. Pensó que él
había sido un burro entrando allí. Salió avergonzado.
Empezaba a anochecer. Un poco más adelante, en un callejón
algo oscuro vio un extraño letrero. “TIENDA LA MISTERIOSA”.
En la vitrina, junto a la puerta, se amontonaban cajas y objetos
que no se distinguían muy bien por la poca luz, pero en un
rincón descubrió varios pares de zapatos, botas, caites. Entró y
preguntó: “¿Tienen ustedes zapatos para mí? del número 40?”
Se levantó de su banquita una señora con una pañoleta blanca en
la cabeza. No era ni muy joven ni anciana, sino todo lo contrario.
Se le acercó y le miró de pies a cabeza. Sí, así, empezando por
los pies. Al llegar la mirada a su cara la mujer le clavó unos ojos
pequeños, negros, que parecían leer su corazón. “¿Está usted
seguro de lo que quiere?”

- “Claro, ya le digo, unos zapatos para andar bien por las calles
de esta ciudad con tantos baches y tropiezos”.
- La mujer sonrió con gesto misterioso: “pues si quiere caminar
lejos y seguro, le recomiendo estos ¿del número cuarenta me
dijo? Son ciento quince pesos”.
En la moneda de aquel país ( no les digo cuál es) ciento quince
pesos no era mucho.
Los zapatos que le enseñó la vendedora eran un poco extraños
en su forma y colorido.

“Pruébeselos” -le aconsejó. Se sentó Tiburcio, se quitó los
zapatos viejos, y se probó los nuevos. Movió algo los dedos
de los pies, se levantó y caminó un poquito. “¡ Pues muy bienexclamó
satisfecho -esto es lo que buscaba! Me los, me losss...”
Entonces se dio cuenta de que la vendedora había desaparecido.
-“¡Oiga señora, oiga!”. Miró por todas partes en el comercio.
Nadie se asomó. Ya estaba casi oscuro y su casa estaba lejos.
Decidió marcharse con los zapatos nuevos.

Tiburcio era persona honrada. Dejó los ciento quince pesos sobre
el mostrador. Gritó por última vez, por si ella estaba en otra
habitación: “¡gracias señora, aquí le dejo el dinero!”. Agarró los
zapatos viejos bajo el brazo y se fue. Estaba bastante oscuro. Al
salir del callejón ya en las calles más anchas de la ciudad había
farolas encendidas. Aunque era un poco tarde, por el placer de
caminar con aquellos zapatos tan cómodos volvió paseando a
casa.

Por el camino se cruzó con su prima Carlota, que iba por la
banqueta de enfrente.
- “¡Adiós Carlota!”
La muchacha se detuvo y miró hacia atrás.
- “¡Eh, que estoy aquí!”
Ella miró hacia donde él estaba. Pareció que no lo veía. Tiburcio
levantó la mano saludando. “¡Muchacha que estoy enfrente!”.
Ella miró a un lado y a otro, se encogió de hombros y siguió
adelante. Es verdad que estaba un poco oscuro, pero no tanto.
“Esta chica necesita lentes”- pensó Tiburcio- y siguió también
su camino de vuelta. Vivía en una casita de un solo nivel, con
sus padres y una hermana más pequeña. Al llegar metió la llave

en la cerradura, abrió -“¿Hay alguien?” -preguntó sin respuesta.
Habrían salido todos.

Entro en su habitación. Dejó los zapatos viejos en un rincón. Se
acercó a su armario que tenía un espejo de cuerpo entero. Allí
fue a ver qué tal le caían los zapatos. Se puso enfrente del espejo,
miró. y ¡no vio nada! - “¿Eh? ¿Qué me está pasando? ¿Estoy
ciego?” -dijo en voz baja. Pero él veía perfectamente todo lo que
le rodeaba. Veía el armario y el espejo que refl ejaba la habitación,
pero él mismo no se veía allí. Temblando de nerviosismo volvió
a su cama y se sentó. El cansancio de la tarde, el paseo y los
nervios le dieron ganas de tumbarse un ratito. Se quitó los
zapatos. Desde su asiento miró hacia el espejo y dio un salto.
¡Ahora sí!, allí estaba él refl ejado en el espejo, con cara de susto
y... y descalzo.


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