EL BLIM

¡Hola!.

¡Blum!... ¡blom!... ¡blem!... ¡blam!... ¡blaim!... ¡blim!...

Yo soy una guitarra.
Parece que soy una guitarra como las demás:
Tengo seis cuerdas (ya las acaban de escuchar). Tengo una caja de madera, un mango con sus trastes, seis clavijas para tensar las cuerdas. En fin, tengo de todo.
Pero no soy una guitarra corriente. Ustedes dirán que soy una presumida. No. Eso de presumir está mal. Es que me han encargado que les cuente mi historia, porque tengo una historia un poco especial.

Muchas guitarras nacen, por ejemplo, en Madrid, viven en Madrid y se mueren en Madrid, porque al guitarrista se la rompen a tomatazos.
Otras guitarras nacen, por ejemplo, en Guatemala y allí las compra un turista inglés. A! turista se le cae la guitarra al mar cuando vuelve en el barco, y como los peces no saben tocar la guitarra...

Yo no quiero presumir, pero mi vida es más interesante. Ya verán.
Además tengo algo que también tienen todas las otras guitarras, pero que a las demás no se las oye y a mí sí.
Tengo, dentro de la caja, arriba, donde acaba el mango, ahí dentro, tengo corazón. No se ve, pero se oye. Hace “toc, toc”, tan fuerte que una vez me registraron los policías. Ya les contaré.
Ustedes y yo vamos a entendernos bien. Van a acompañarme en mis viajes con su lectura. Eso, los que sepan leer bien. Los que no sepan leer... peor para ellos.

Creo que, si me acompañan con atención, van a conocer unas cuantas cosas, muchas personas y diferentes países.
Y al final de nuestro viaje seguramente que su corazón sigue haciendo toc, toc, pero de un modo un poco distinto.
Ahora, si están ustedes preparados, van a conocer mi historia.
— ¿Ya? Pues vamos...
¡Blum!... ¡blom!... ¡blem!... ¡blam!... ¡blaim!... ¡blim!...

2. - Papá Fernández

En la calle del Calamar, según se va a mano derecha, hay una tienda muy vieja. Dicen que es la más antigua de la calle. Algunos dicen también que, cuando no había calle, ya estaba la tienda en medio del campo y que después se hizo la calle.

La tienda ésa, tan vieja, tiene un escaparate pequeño, una puerta estrecha y un mostrador de madera que cruje cuando uno se apoya. ¡No se apoyen, que pueden romperlo!
Al fondo de la tienda hay una puerta más pequeña todavía. Lo que hay detrás de esa otra puerta se los contaré más tarde, porque ahora recuerdo que todavía no les he dicho de qué es esa tienda vieja.
Arriba, encima de la puerta, pone: “INSTRUMENTOS DE CUERDA. CASA FERNÁNDEZ”

Por eso, un señor que era muy distraído entró un día a que le arreglasen la cuerda del reloj. Otra vez, un señor, que era muy bromista, entró a pedir un rollo de pita para hacer paquetes.
Pero en el escaparate se ve bien lo que es la tienda del señor Fernández. Allí hay laúdes, mandolinas, violines, violas, un violonchelo que casi no cabe. Y, claro, guitarras.
También hay métodos para aprender a tocar el laúd, la mandolina, el violín, el violonchelo, el violón... y, naturalmente, la guitarra.

Se me olvidaba decir que el violón está dentro, porque no cabe en el escaparate, y es tan viejo como la tienda. Algunos dicen que es más viejo que la tienda y que primero el señor Fernández hizo el violón, luego hizo la tienda y luego la gente hizo la calle.
El señor Fernández primero no podía vender el violón y ahora es que no lo quiere vender. Lo tiene allí dentro para que la gente vea que sabe hacer violones.
La gente dice que la calle, en vez de llamarse del Calamar, debía

llamarse calle del Violón. Pero la municipalidad no hace caso.
Si me pongo a hablarles de papá Fernández no termino. Papá Fernández ahora es casi bisabuelo Fernández. Aunque es muy mayor, casi no tiene pelo blanco, porque casi no tiene pelo. Tiene unas gafas de cristales finitos que se le apoyan cerca de la punta de la nariz. Tiene también un cuello de pajarita que es tan viejo como el violón y la tienda, y seguro más viejo que la calle del Calamar.
Papá Fernández, antes de llamarse así, se llamaba don Fernando Fernández, y antes se llamaba Fernando, y antes le llamaban “el Fernandillo”.
El Fernandillo se marchó del pueblo con cinco quetzales en el bolsillo. Todas las personas mayores que de jóvenes se fueron del pueblo llevaban cinco quetzales, o cinco lempiras, o cinco dólares o euros en el bolsillo. Pregúntenselo, verán
El Fernandillo se puso a trabajar con un señor que hacía laúdes, mandolinas y todo eso. Ese señor pensaba marcharse a Estados Unidos, pero antes se marchó al otro mundo: al cielo, seguramente, porque era un pedazo de pan.

Se quedó el Fernandillo con todo el negocio y los instrumentos.
El Fernandillo empezó a trabajar por su cuenta y primero hizo un violón. Pero cuando lo terminó se dio cuenta de que no cabía en la tienda. Entonces pensó en hacer aquella otra, a la salida de la ciudad, cerca de la carretera. Hizo una tienda un poco mayor en la que ya cabía el violón apoyado en la pared. Puso arriba, encima de la puerta, “FERNANDO FERNANDEZ. VIOLONES”.

Cuando se dio cuenta de que a la gente no le gustaba tocar mucho el violón, cambió el rótulo de su tienda: “DON FERNANDO FERNANDEZ FABRICA VIOLONES, VIOLINES, GUITARRAS Y TODO GENERO DE MÚSICA DE CUERDA”. Lo malo fue que, como el cartelón era tan grande, tapaba la puerta. Sólo podían entrar, sin agacharse, las personas bajitas.

Por fin puso el cartel que tiene hoy: “INSTRUMENTOS DE CUERDA. CASA FERNANDEZ”.
Para cuando lo puso ya se había hecho la calle del Calamar y el mostrador crujía rechinaba un poco y el señor Fernández se llamaba papá Fernández y tenía pelo blanco, pero poco.
Y por las noches papá Fernández sigue soñando con que tiene una

tienda grande, toda llena de violones, y que cuando la tienda se queda sin clientes, todas las gruesas cuerdas de los violones interpretan, a coro, una vieja canción del pueblo de papá Fernández. Es una canción más vieja que su cuello de pajarita, que la tienda y que la calle del Calamar.

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